• Joaquín Mateu Mollá
  • The Conversation*

Imaginemos por un momento el aula en la que recibíamos lecciones durante nuestra niñez o adolescencia.

En este entrañable viaje mental redescubriremos, seguramente, una sucesión de pupitres alineados en filas, donde cada uno de nosotros tenía su lugar inamovible.

Aquellas habitaciones eran espacios más o menos ordenados.

Estaban diseñados para desplazarnos únicamente dentro de unos límites restrictivos: desde la silla hasta la pizarra, o hasta la mesa del profesor, trazando una órbita de ida y vuelta que se quebraba con el resonar de la sirena que anunciaba el final de las clases.

Solo ocasionalmente podíamos alterar el mobiliario (con cierto estruendo) para formar un pequeño grupo en actividades colaborativas.

Eran momentos de cierta distensión, en los que aprovechábamos para conversar con nuestros amigos y relegar las tareas a un segundo (o tercer) plano. En cierta medida, implicaban una tímida reivindicación del caos.

Esta rígida organización no solo forma parte del acervo experiencial de la mayoría de quienes pisamos alguna vez un colegio. Fue concebida para estimular la atención del alumnado y minimizar su tendencia natural al movimiento.

¿Pero acaso no es necesaria cierta exploración del entorno para aprender? ¿No fue así como nuestra especie construyó su conocimiento a lo largo de miles de años?

Investigaciones recientes cuestionan seriamente la utilidad de permanecer sentados durante las largas horas en que se extiende la docencia. La evidencia científica sugiere que atender de pie podría tener ventajas, algunas de ellas imprevistas.

¿Por qué estudiar de pie?

Uno de los principales problemas de salud en la infancia y la adolescencia es, sin duda alguna, la obesidad.

Los estilos de vida sedentarios y el consumo de alimentos ultraprocesados contribuyen decisivamente a ello. Además de aumentar el riesgo de patologías endocrinas y cardiovasculares.

Este hecho, ampliamente contrastado en la literatura científica, ha empujado a explorar nuevas estrategias preventivas en el entorno escolar.

Además de la promoción del ejercicio físico, fundamental para un desarrollo saludable, empiezan a postularse modificaciones sustanciales en la configuración clásica del aula dirigidas a estimular la movilidad.

Una de las propuestas más interesantes consiste en el uso de pupitres elevados. Se trata de mesas que permiten a los estudiantes mantenerse de pie o sentarse según sus necesidades.

Constituyen una alternativa que suele combinarse con la posibilidad de desplazarse por el aula para interactuar con otros compañeros, apostando firmemente por el dinamismo y la colaboración.

Las primeras investigaciones realizadas sobre los potenciales beneficios de este cambio de estrategia docente han permitido identificar al menos dos: el aumento del gasto energético (del 17 % al 30 %) y el mantenimiento de la atención (según autorreportes de los propios profesores).

Estos hallazgos preliminares han abierto la puerta a creativas hipótesis de investigación.

Teniendo en cuenta que la actividad física incrementa el rendimiento cognitivo en población infantil y adolescente, ¿sería posible conseguir un efecto similar empleando estos pupitres?

¿Estudiar de pie puede mejorar el rendimiento cognitivo?

Hasta hace poco tiempo, las referencias sobre una eventual mejora en el rendimiento cognitivo atribuible a estudiar de pie eran prácticamente testimoniales. Y muy poco rigurosas.

En el mejor de los casos, se limitaban a la apreciación subjetiva de los docentes. Pero no introducían una metodología que permitiera trazar conclusiones sólidas.

Eso cambió hace poco cuando un grupo de investigadores estadounidenses diseñó un estudio longitudinal (de dos años de duración) en el que participaron dos clases de un instituto de Texas.

En una de las aulas se introdujeron pupitres elevados, mientras que en la otra mantuvieron los tradicionales. Los participantes fueron adolescentes en su totalidad, con una edad promedio de 14 años.

Tanto el currículum académico como los docentes encargados de impartirlo fueron idénticos en ambos casos.

Al final del proceso se comparó a los alumnos de las dos aulas usando pruebas neuropsicológicas computarizadas y técnicas de neuroimagen (espectroscopia infrarroja).

Los resultados fueron más que sorprendentes. Mostraron que los jóvenes que habían estudiado durante el tiempo previsto usando pupitres elevados habían mejorado en su memoria de trabajo (capacidad para retener información y procesarla para adaptarse a una tarea) y en sus funciones ejecutivas (autocontrol, resolución de problemas, planificación, etc.).

Además, se pudo apreciar que su lóbulo frontal izquierdo (una zona del cerebro que no madura completamente hasta bien entrada la tercera década de la vida) estaba más activa durante la realización de las pruebas.

Las evidencias sugieren un uso intensivo del razonamiento abstracto y una superior capacidad de inhibición de los impulsos.

Hoy en día existe amplísima evidencia de que tanto la memoria de trabajo como las funciones ejecutivas son esenciales para adaptarnos a los problemas cotidianos, en los que priman la ambigüedad y la novedad, o donde no existe siempre una respuesta absolutamente perfecta.

Sus resonancias, por tanto, podrían extenderse incluso más allá de lo puramente académico.

Aunque resulta tentador lanzar las campanas al vuelo, todavía queda mucho camino para esclarecer completamente las causas exactas de un fenómeno que podría revolucionar el modo en que entendemos la educación.

*Joaquín Mateu MolláProfesor Adjunto en Universidad Internacional de Valencia, Doctor en Psicología Clínica, Universidad Internacional de Valencia