Artículo de opinión publicado por Beatrice Rangel en Infobae

Panamá ha sido una de las estrellas del crecimiento desde 1977 cuando inició una nueva etapa de su historia a asumir la responsabilidad de gestionar el Canal Interoceánico. La gestión del canal facilitó el acceso a inversiones que transformaron su infraestructura civil y comercial así como el perfil de su capital. Dejó de ser una pintoresca ciudad latinoamericana en la que se mezclan villa miseria con urbanizaciones y establecimientos comerciales para transformarse en una suerte de Singapur tropical.

La globalización de la economía mundial y la consolidación de su democracia a partir de 1989 alimentaron el desarrollo de Panamá llegando a crear una poderosa clase media que hoy en día busca un liderazgo distinto al que iniciará las transformaciones de la cuales es beneficiaría.

Esa clase media está compuesta por personas jóvenes (25-40 años) para quienes las gestas del canal y de la institucionalización de la democracia son un derecho adquirido no atribuible a liderazgo alguno.
Y esta nueva clase media aspira a que la economía continúe creciendo, el país se aísle de la hecatombe latinoamericana y se exploten mejor las oportunidades que abren la necesidad de desarrollar obras de infraestructura de apoyo al canal y las industrias sustentables vinculadas al desarrollo de la economía digital.

Con este telón de fondo al que se le agrega un consenso ciudadano sobre la necesidad de combatir la corrupción se llevarán a cabo las elecciones presidenciales y parlamentarias del 5 de mayo cuyo puntero parece ser José Raúl Mulino, quien es favorecido por el viento de cola generado por el ex presidente Ricardo Martinelli, quien fue descalificado por estar incurso en delitos comunes. El segundo puesto pareciera que puede ir a Martín Torrijos, Ricardo Lombana o Rómulo Roux.

Todos tendrán que encarar la terrible realidad de contener un déficit fiscal del 4,7% del PIB, una fiera inflacionaria en vías de desatarse, un crecimiento pausado y la absoluta necesidad de invertir en las obras auxiliares del canal y en el sistema de pensiones.

Esto lleva a aumentar los impuestos, reducir el gasto público y facilitar la inversión extranjera. De allí que el líder que surja de las elecciones deberá tener claridad sobre los mecanismos que facilitan u obstaculizan la creación de eslabones de la cadena de valor internacional. Ello supone una visión nueva del desarrollo y una firme disposición a practicar la virtud fiscal.

Y a juzgar por los resultados de las encuestas y los focus groups, la población está dispuesta a aceptar políticas de corrección. Sin embargo pide a cambio castigos severos para la corrupción. Por tanto, muchos de los casos que en este momento se ventilan en la Fiscalía podrían volar con fuerzas propias y afectar las fuerzas de la estabilidad.

Porque para gobernar bien a Panamá se necesita el consenso parlamentario, debido a que ninguna agrupación política goza de una mayoría simple. Las medidas anticorrupción forzosamente alcanzarán a los oficiales del actual gobierno cuyo partido pareciera que se ungirá como la mayor fuerza política dentro de la Asamblea.

Y es allí donde está el gran dilema. Para recomponer la economía y relanzarla es necesario ser severos con la corrupción. Pero esa política afectaría de manera directa a Mulino, ya que su gestor político está sub judice por lavado de dinero. Además, suponiendo que el PRD sea una fuerza mayoritaria en la Asamblea, los casos que hoy acumula la Fiscalía podrían poner tras la rejas a varios miembros del actual gabinete.

Y podría entonces materializarse un escenario donde las fuerzas en las que se apoya la corrupción usen como excusa política la corrección de la economía para provocar el fracaso de la administración Mulino. Esto sería una reposición del drama acaecido hace treinta años en Venezuela donde el gobierno de Carlos Andrés Pérez fue depuesto por una coalición de fuerzas en las que se asentaba la corrupción a quienes la virtud fiscal significaba el fin de la fiesta.