Por Juan José Ciceri (INFOBAE)

No hacía falta que se estrenara The Last Dance para conocer el perfil competitivo de Michael Jordan. Lo que sí mostró a corazón abierto la serie documental es cómo uno de los mejores atletas que tuvo el deporte en todas las épocas se nutrió de todo lo que tuvo a su alcance para saciar la sed que le generaba ganar. Esa fue la adicción que lo llevó a ser una figura que traspasó los límites de los Estados Unidos. Amado por casi todos. Odiado por aquellos rivales que supo vencer.

Como había sucedido en las finales de la NBA en 1992, cuando le tocó enfrentarse a otro gran jugador con el que compartió posición como Clyde Drexler, y Jordan se alimentó del duelo que generó la prensa entre ambos para salir a la cancha y anotar seis triples en la primera mitad del juego 1 de la serie; en la parte final de la temporada siguiente ocurrió una extraña situación que utilizó el número 23 de los Chicago Bulls para marcar su condición de competidor extremo.

El 19 de marzo del 93, ya en la parte final de la fase regular, el equipo de Jordan recibió a los Washington Bullets en el viejo Chicago Stadium. En plena contienda por ser el mejor de la Conferencia del Este, los Bulls se enfrentaron a uno de los peores conjuntos de la liga. Tuvieron que luchar para quedarse con la victoria, pero el 104-99 final quedó como una anécdota.

En aquella ocasión, el gran protagonista de la noche no fue el propio Jordan, sino un joven jugador de segunda año que tuvo el mejor partido de su vida ante el hombre que se transformó en leyenda. LaBradford Smith, el número 22 de la franquicia de la capital de EEUU, disfrutó de su noche soñada en la NBA: marcó 37 puntos con una sorprendente efectividad en tiros de la cancha: anotó 15 de sus 20 lanzamientos. Además sumó 5 rebotes, 3 asistencias y 1 robo.

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