Bogotá, 9 ago (EFE).- Están advertidos por quienes les precedieron de que es el paso más duro de la ruta migratoria americana y saben que se enfrentan a la naturaleza y a criminales, pero la necesidad de una vida mejor es mayor al riesgo que supone para cientos de personas internarse cada día en la selva del Darién, entre Colombia y Panamá.
«Te lo advierten desde Estados Unidos: ‘no lo hagas, es terrible’. Pero la necesidad está y entonces piensas, si él lo ha hecho, ¿por qué no voy a poder hacerlo yo? Pero de verdad, no lo hagan, es terrible», dice Juan, un cubano de 49 años, que acaba de cruzar el Darién.
Salió de Capurganá, el último pueblo colombiano en la frontera con Panamá, con otras 20 personas, andando 15 horas al día en el barro y enfrentándose a una selva densa, con altas montañas, precipicios, barrancos y ríos que crecen de golpe y engullen a los caminantes.
Juan (nombre ficticio para proteger su identidad, como el del resto de migrantes de este relato) llegó a Bajo Chiquito, al otro lado de la selva ya en territorio panameño, «hambriento, sediento, con los pies destrozados y la piel comida por insectos», según relatan miembros de Médicos Sin Fronteras (MSF) que le atendieron.
Este hombre salió de Cuba hace tres años para buscarse la vida en Brasil y Uruguay, y ahora, ante la necesidad económica, decidió enfrentar una ruta a la que se han arriesgado decenas de miles de personas, sobre todo haitianos, para recorrer toda Suramérica y Centroamérica rumbo a Estados Unidos y Canadá.
La pandemia, las mafias y la dejadez del Estado han puesto a la frontera colombo-panameña ante una de las mayores crisis de una zona donde el contrabando, el narcotráfico y el tráfico de personas está a la orden del día.
MÁS DE 600 PERSONAS AL DÍA
Más de 18.000 migrantes llegaron a Panamá desde Colombia en julio, según MSF, la cifra más elevada en lo que va de año, superando los más de 11.000 de junio, cifras muy inusuales para la época de lluvias, cuando el paso es más peligroso y menos transitado.
Los migrantes atravesaban desde Perú o Brasil toda Colombia en autobuses hasta Necoclí, en el golfo del Urabá caribeño, y de ahí cruzaban en barco a Capurganá provistos de salvoconductos que les daban las autoridades colombianas para poder estar de forma regular en el país.
Con la pandemia se dejaron de emitir salvoconductos y se produjeron cierres de fronteras, lo que ha provocado un cuello de botella que expone a los migrantes a viajes más caros y peligrosos y donde las mafias acaban ganando.
SIN MÁS OPCIONES
La mayoría de quienes cruzan rumbo a Estados Unidos lo hacen motivados por la falta de empleo y la necesidad de darles un futuro mejor a los suyos. Así le pasó a Nadine, una dominicana de 40 años que acaba de llegar a Bajo Chiquito desde Chile acompañada de su hija de 6 años.
«Pensamos que cruzar el Darién serían cuatro días. Fueron once. Te quedas sin fuerzas, no puedes avanzar, ves cómo los ríos se llevan niños, familias, mucha gente muere», contó esta mujer a MSF.
El número de familias completas, con niños, bebés y mujeres embarazadas, se ha disparado en los últimos cinco años, cargando pesadas mochilas a las espaldas, sin nada que comer.
Óscar, un colombiano que vivía en Bolivia, cuenta que vio un niño arrastrado por el río. «He visto muertos, ahogados, cuatro. He olido cadáveres en descomposición barranco abajo», asegura.
La falta de coincidencia entre las cifras oficiales de Colombia y Panamá y la poca vigilancia en el único punto de Suramérica que no es atravesado por la Vía Panamericana hacen imposible saber cuántas personas se quedan en el camino.
«Esto no debería suceder, no puede ser que haya gente muriendo ahí. Tienen que avisar de que no se haga ese camino», asegura otra migrante haitiana embarazada de seis meses.
Panamá y Colombia acordaron el viernes pasado crear un paso «seguro», «humanitario» y progresivo de los migrantes, preferiblemente por el mar, aunque aún se desconoce cómo será el procedimiento.
En el lado panameño, decenas de organizaciones brindan atención a quien consigue pasar el Tapón del Darién, pero en el colombiano la influencia de grupos narcotraficantes lleva a las autoridades a reconocer que no pueden tener presencia constante.
Los testimonios de asaltos en el camino, de violaciones repetidas a mujeres, amenazas e incluso asesinatos son constantes, y fuentes de la zona denuncian que ante la llegada de más migrantes, han notado la presencia de personas ajenas y nuevos grupos criminales.
«A mí me registraron y me tocaron; tenía la menstruación y me dejaron en paz. Fue todo muy agresivo, muy sucio. A una jovencita de unos 20 ó 25 años la violaron toda la noche», relata Nadine.
Irene Escudero