Me contaba un familiar muy cercano su travesía para establecerse fuera de Venezuela legalmente. Me describía con detalles el periplo que significaba llegar a un país desconocido a entender los trámites, los requisitos y los costos para poder hacerse de un documento que permitiera simplemente trabajar con dignidad. Recordé cuando salió aquella canción de Juan Luis Guerra “Visa para un sueño”. En aquella época sonaba tan lejana, tan ajena. Era una canción más para bailar que para reflexionar, hasta que nos tocó cantarla sin música.

Emigrar nunca es fácil, pero en la condición en las que los venezolanos emigran hoy el proceso es aún más cuesta arriba. Comenzando porque las instituciones en Venezuela se han convertido en un cubil de chacales al acecho de la necesidad para poder sacar y exprimir todo lo que puedan.

Obtener el pasaporte es un largo y engorroso proceso, del cual se lucran mafias para emitir un documento que por derecho nos corresponde. Luego de eso están los trámites de antecedentes penales, apostillado, notas certificadas, notarías, etc., que hacen de la emigración un víacrucis mucho antes de siquiera salir del país. Sigue la no menor tarea de conseguir algo de divisas, al precio que sea, donde se diluyen años de trabajo y sacrificio en una transacción que intercambia casas, carros y ahorros por unos pocos dólares.

Una vez que se llega al país destino se tiene un nudo en la garganta y un hueco en el estómago; pero ya sea la ilusión de un futuro mejor, la risa de un niño que podrá ahora jugar tranquilo en un parque, o la posibilidad de poder ir a una bodega a comprar harina, leche y mantequilla es suficiente para dejar el trago amargo de la salida en el recuerdo.

En el nuevo destino los días se van entre un carnet provisional, un número de trámite, una cola en algún ministerio, un café mientras tanto, un amigo que da algunos datos de la nueva ciudad, y algún familiar que presta un cuarto. Los dólares se van en abogados y trámites, rogando que no haya un dolor de muela o un quebranto. Lavar carros y servir mesas son oportunidades para unas cuantas monedas en la sombra de la ilegalidad. El trabajar con dignidad saca cayos, pero enaltece el alma. Y así la espera, por meses y meses.

“Me dieron ganas de llorar cuando me dieron esa cédula que decía ‘extranjero’”, me contó finalmente. “Esto es haber tenido éxito en una tarea que yo no quería. Tengo mucho que agradecer, pero mi foto no pertenece a la cédula de este país, ni de ningún otro que no sea Venezuela. Esto no es mío. Yo no pertenezco a este lugar”.

Se cuentan por cientos de miles las historias. Cada uno de nosotros debe haber escuchado unas cien. “No les alcanzará la vida para pagar lo que nos han hecho”, escriben en las redes sociales. Es posible que así sea; pero no queda otra opción que recuperar nuestro hermoso país y nunca olvidar la lección, para que la cédula de extranjero sea de los foráneos que quieran venir a Venezuela a trabajar por el país que construiremos juntos.

Antonio Rivas

@AntonioERivasR

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