VÍA: LA PATILLA
Venezuela comparte con Colombia más de 2.200 kilómetros de frontera. A lo largo de todo ese territorio existen siete cruces oficiales
controlados por Migración Colombia y más de un centenar de «trochas» (pasos fronterizos clandestinos) que utilizan los venezolanos, a pesar del riesgo que representan, para escapar del drama del hambre y la miseria de su país. El puente Simón Bolívar es el principal paso peatonal por donde salen aquellos que tienen sus documentos en vigor, debajo de la estructura se encuentra el río Táchira, el paso clandestino más transitado por donde cruzan los que no tienen pasaporte o carné de migración. A pesar de que la nación sudamericana cuenta con las mayores reservas de petróleo del mundo, más del 60% de su población se acuesta a dormir con hambre, lo que ha acelerado la migración hacia los países vecinos.
La mayoría de las llamadas «trochas» están custodiadas por grupos guerrilleros como el ELN y las FARC y por contrabandistas que, aprovechándose de la necesidad del venezolano, cobran entre 10.000 y 12.000 pesos (3,30 euros, la mitad del salario mínimo) para dejarlos pasar. Tanto colombianos como venezolanos han abandonado sus trabajos para convertirse en «trocheros», (persona que transporta mercancía o individuos de un lado al otro del río), un oficio más rentable, pero que pone diariamente en peligro sus vidas.
Por medio de una cuerda amarrada de un extremo a otro, los «trocheros» se sujetan mientras cruzan el río donde el agua les llega normalmente por las rodillas. Sin embargo, estas últimas semanas las fuertes precipitaciones han aumentado el caudal, han situado el nivel del agua a la altura de los hombros de quienes se arriesgan a cruzar.
Arrastrado por el agua
Isaac Paniza (31 años), fotógrafo «y cristiano», como subraya a ABC, se trasladó a la frontera colombo-venezolana para documentar el éxodo de sus paisanos. Su teleobjetivo comenzó a fotografiar a las personas que atravesaban el río Táchira cuando de repente uno de los «trocheros» perdió el control de la mercancía, se resbaló y lo arrastró el agua. «Las trochas que están cerca del puente son más complicadas que las que están río abajo, pero el riesgo es distinto: o te enfrentas a la fuerza del agua o coincides con los paramilitares», explica Paniza, que asegura que la policía fronteriza perdió el control de la zona «porque son muchas las personas que pasan de manera ilegal».
El hombre, que pereció ahogado, se llamaba Julio César Quintero y se ganaba la vida trasladando mercancía por la frontera. Antes de trabajar en esto era maestro fibrero, pero la falta de materia prima lo obligó a buscar otro sustento. Hasta la fecha, 20 personas más han muerto tratando de cruzar el río en una aventura que describen como un «completo suicidio».
El Páramo de Berlín
La Agencia de la ONU para los refugiados (Acnur) y la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) informaron esta semana que el número de migrantes y refugiados venezolanos ascendía ya a tres millones. Este dato los convierte en la segunda población más desplazada del mundo, solo superada por Siria. Según los informes, en el primer semestre del año unos 3.000 venezolanos ingresaban diariamente a Colombia, en el segundo semestre la cifra se ha disparado a 5.000.
Pero la aventura no se acaba al cruzar el río. Las personas indocumentadas no tienen oportunidad de comprar un pasaje en autobús de 620.000 pesos (173 euros) para ir a Perú o 110.000 pesos (30 euros) hasta Bogotá, por lo que su destino se limita a una larga caminata de 170 kilómetros desde Cúcuta hasta Bucaramanga (la ciudad más próxima), donde deben atravesar el famoso Páramo de Berlín bajo temperaturas que pueden bajar hasta los cero grados. La mayoría no cuenta con ropa adecuada para el frío y pierden sus zapatos en el trayecto, así que continuan descalzos.
Marta Duque (56), colombiana, habilitó su casa ubicada en Pamplona –a 70 kilómetros de Cúcuta– como refugio para hospedar y alimentar a los cientos de venezolanos que se sentaban a descansar en la calle después de tres días caminando. Lo mismo hizo el señor Douglas, su vecino. «Dejo entrar a mi casa a las mujeres y niños, los hombres tienen que dormir fuera cubiertos con bolsas de plástico y mantas. También les preparo una sopa con verduras y arroz para que se calienten», explica Duque. Alrededor de 500 personas pasan a diario por delante de su casa. «Estos días ha llovido mucho y la gente demora en avanzar. Además llegan enfermos y en muchos casos hasta desnutridos porque llevan días sin comer», asegura la mujer.
Elizabeth Martínez (32) pasa la noche en el refugio de Marta y cuenta a ABC que perdió su bolso cuando cruzaba el río. Sin embargo, no ha tenido que caminar mucho porque las mujeres tienen más suerte al hacer autoestop. «Me prestaron el secador de cabello para echarme aire y calentarme porque me moría de frío. No sabía que era tan fuerte el camino», aseguró la joven, quien viaja con sus dos hijos pequeños, de 4 y 6 años, pero no se lamenta.
Entre los «caminantes» se distiguen ancianos, mujeres embarazas, madres solteras con sus hijos expuestos a esas temperaturas por la desesperación de buscar un futuro mejor, que les niega Venezuela. Daniela González (25) vive en Pamplona y ayuda en la red de refugios que se ha creado en solidaridad con los venezolanos:«Hay mujeres que han perdido a su bebé, a un niño le dio hipotermia y otros han sufrido convulsiones. Hasta la fecha, 18 personas, entre ellas algunos niños, han perdido la vida atravesando el Páramo», asegura.
En lo que coinciden todos los «caminantes» es en que prefieren comer una vez al día durante el trayecto, que una vez a la semana en su país. Yuketswar Rincones (20) ha logrado alimentarse gracias a la ayuda que ha recibido en Colombia. No sabe hasta dónde llegará, lo único que quiere es «trabajar».