Cuando creíamos que América Latina no podría sufrir escenas más dolorosas que las provocadas por la represión en Venezuela; cuando habíamos supuesto equivocadamente, que el caso venezolano era excepcional, y que en ninguna otra parte del
continente era posible reproducir hechos de violencia tan desproporcionada;cuando los analistas habían estimado que, luego de las matanzas en las calles de las ciudades venezolanas, ya no sería posible que eso volviese a ocurrir en esta parte del mundo, henos aquí abofeteados por lo que viene sucediendo en Nicaragua desde el pasado 18 de abril.
Al momento de escribir este artículo, la información proveniente de los últimos hechos, es todavía confusa. No se cuenta con datos firmes. Lo que sí sabemos es que los muertos sobrepasan el escandaloso número de 300 y que los heridos se cuentan por miles. También sabemos que la destrucción de infraestructura causada por los grupos paramilitares, agrega una táctica devastadora, en un
país cuyo signo esencial es la pobreza de la mayoría. A la devastación de la pobreza se ha agregado ahora la devastación de la violencia política.
Como en Venezuela, el gobierno ha respondido con las mismas estrategias: por una parte, simular, no más que unos días, su interés en un posible acuerdo producto del diálogo. Por otra parte, ha sacado a las calles grupos de paramilitares con una instrucción que no deja lugar a dudas: matar. Matar y matar, haciendo uso de una fuerza desproporcionada, que incluye armas de guerra, francotiradores, cuerpos policiales y participación constante de delincuentes comunes.
En todas las ciudades donde se han producido estos terribles eventos, se ha seguido un patrón que pone en evidencia los perversos intercambios en curso entre los gobiernos de Cuba, Nicaragua y Venezuela.
No voy a repetir aquí lo que ya se ha dicho bastante: hay evidentes semejanzas en los métodos paramilitares y represivos utilizados por ambas dictaduras. Una y otra han diseñado estrategias, planes y han hecho inversiones para mantener muy bien aceitadas estructuras cuya capacidad principal consiste en matar: matar a quien se oponga al objetivo de la pareja Ortega, que es permanecer
en el poder de forma ilimitada.
Es lo mismo que ocurre con los Maduro en Venezuela: la meta de permanecer en el poder por tiempo ilimitado debe ejecutarse al costo que sea: violentando la Constitución vigente a cada minuto;
inventando un circo llamado Asamblea Nacional Constituyente; cerrando medios de comunicación; sometiendo a la sociedad a condiciones extremas de hambre, enfermedad e hiperinflación;
destruyendo a Petróleos de Venezuela, porque se aspiraba a que ella fuese, no una industria productiva, sino la caja chica del populismo y la corrupción galopante.
Venezuela fue siempre un país muy distinto a Nicaragua. El brutal empobrecimiento venezolano, nos ha aproximado en muchos sentidos. En ambos, el robo de los dineros públicos ocurre a manos llenas y sin controles. En ambos, los familiares de la pareja presidencial controlan negocios, contratos, prebendas y ejercen una nefasta influencia corruptora en las instituciones del Estado. En ambos, unas cortes de aduladores, funcionarios y agentes cubanos, les repiten que todo está bien, que ellos son unas víctimas del imperialismo y que no hay alternativa a la de disparar y matar a quienes se les opongan.
En medio de todo este horror, hay cuestiones a las que debe hacerse seguimiento. Por ejemplo, la posible presencia de paramilitares venezolanos en Nicaragua. Hay algo verdaderamente siniestro en la política exterior de Cuba, que actúa en la trastienda y alienta a los gobiernos de ambos países a desconocer las leyes, los derechos humanos y las más básicas necesidades de los pueblos
respectivos.
A lo anterior hay que sumar las complicidades internacionales. A menudo, esas complicidades están basadas en la negación de los hechos. En el desconocimiento de la realidad. Que todavía haya
medios de comunicación que repiten que lo ocurrido en Nicaragua es responsabilidad de los estudiantes que salieron a protestar, es un dato que nos dice que la lucha que los demócratas tenemos por
delante está plagada de exigencias y campos de batalla en la política, la comunicación y los tribunales internacionales especializados en crímenes de lesa humanidad.
Por Miguel Henrique Otero