TEXTO: INFOBAE
He tenido conversaciones difíciles esta semana: “Mírame a los ojos”, le dije a mi vecina Karen, que parecía como si su mente se estuviera sumergiendo en una espiral hacia un lugar muy oscuro. “Te hago esta promesa personal: no dejaré que tus hijos mueran por esta enfermedad”, y me tragué el nudo que tenía en la garganta.
La simple imagen de uno de nuestros hijos aferrado a un tubo era discordante. Hace dos semanas, nuestros hijos tuvieron una fiesta, comieron pizza juntos, vieron dibujos animados, corrieron de un lado a otro jugando dentro de nuestros apartamentos. Esto fue antes de que el #socialdistancing (distanciamiento social) fuera tendencia. Estadísticamente, todavía me siento bien con mi promesa a Karen porque los niños no parecen estar muriendo por el Covid-19. Hay otros a quienes no puedo hacerles promesas similares.
Unos días después, recibí un mensaje de texto de otra amiga. Ella tiene asma. “Solo digo esto porque necesito decírselo a alguien”, escribió. Me pidió que si se enfermaba y le daban un mal pronóstico, le reprodujera notas de la voz de Josie, su hija. “Creo que eso me ayudaría a recuperarme”, dijo. Josie es la mejor amiga de mi hijo de 4 años.
Hoy, en el hospital donde trabajo, uno de los más grandes en la ciudad de Nueva York, los casos de Covid-19 continúan aumentando, y hay un movimiento para redistribuir la mayor cantidad posible de trabajadores de la salud a las salas de emergencias, las nuevas “clínicas para la fiebre” y los servicios de emergencias. Se está convirtiendo en un escenario de manos sanas para todos.
El cielo se nos está viniendo encima. No tengo miedo de decirlo. Dentro de unas semanas me podrán llamar alarmista; y podré vivir con eso. En realidad, me desmayaré de felicidad si se demuestra que estoy equivocada.