Julio M. Shiling

La muerte del Papa Francisco pone fin a un controvertido reinado de doce años como obispo de Roma. Mientras la Iglesia católica se prepara para nombrar al 267.º papa en las próximas semanas, es fundamental comprender todo lo que está en juego. La gestión de Francisco al frente de la Iglesia ha planteado retos monumentales a la institución por fabricación humana. La amenaza de cisma ha sido real, debido a las políticas que ha implantado o defendido.

La Iglesia católica es la confesión cristiana más grande del mundo. El cristianismo es la religión más importante del planeta. La civilización occidental y sus instituciones, costumbres y ética se construyeron sobre el cristianismo como religión y los valores judeocristianos que esta profesa. Por eso, la persona que sea elegida sucesora de San Pedro tendrá un impacto en todos, no solo en los católicos. Comprender las enormes deficiencias del mandato del primer papa jesuita es fundamental para apreciar esta situación.

El Papa Francisco personificó el Concilio Vaticano II (1962-1965). El Concilio Vaticano II fue un momento impactante para la Iglesia católica. Su objetivo era «actualizar» sus enseñanzas y prácticas para la era moderna. Promovió el ecumenismo, introdujo cambios litúrgicos como el uso de lenguas vernáculas en la misa y fomentó el diálogo con otras religiones. Del mismo modo, también fue infiltrado y muy influenciado por comunistas y espías y simpatizantes soviéticos.

El Concilio Vaticano II fue muy político. Produjo dieciséis documentos, entre ellos cuatro constituciones, nueve decretos y tres declaraciones. Sin embargo, no se hizo ni una sola condena del comunismo, a pesar de que era el apogeo de la Guerra Fría y los comunistas cometían atrocidades en todos los continentes.

Antes del Concilio Vaticano II, había al menos diez encíclicas papales que condenaban explícitamente, por su nombre, tanto al comunismo como al socialismo. Nada de esto pareció importar a los promotores del Concilio Vaticano II.

La Conferencia Episcopal Latinoamericana (CELAM) de 1968, celebrada en Medellín (Colombia), les facilitó, a los comunistas, un arma. A la cumbre de la CELAM asistieron cerca de 250 obispos de toda América Latina, junto con teólogos, sacerdotes y expertos religiosos y laicos.

Los obispos asistentes pidieron una «opción preferencial por los pobres» y enfatizaron que la Iglesia debía estar del lado de los oprimidos. Sin embargo, esto no se lograría mediante los medios tradicionales e históricos del catolicismo para ayudar a los pobres y perseguidos. Se trataba de un llamamiento a la revolución mediante la defensa de cambios estructurales y sistémicos.

La teología de la liberación desempeñó un papel central en Medellín. Pretendía dar forma a la manera en que la Iglesia en América Latina interpretaría y aplicaría las reformas del Concilio Vaticano II. Influenciada por el análisis marxista y tergiversando el Evangelio, enfatizaba que la salvación no es solo espiritual, sino que también implica la «liberación» de la «opresión» económica, política y social percibida.

Muchos obispos en Medellín, inspirados por esta teología, argumentaron que la Iglesia debía participar activamente en la transformación de las estructuras de poder existentes. Entre los asistentes se encontraba el arzobispo Hélder Câmara de Brasil, una figura clave en la teología de la liberación. Además, Câmara influyó en Klaus Schwab a principios de la década de 1970 y ayudó a dar forma al modelo del Foro Económico Mundial (FEM) para el «capitalismo de las partes interesadas» (stakeholder capitalism). Desde este ámbito de hombres de mentalidad revolucionaria, Jorge Mario Bergoglio entró en la Iglesia.

La Iglesia católica del Concilio Vaticano II se volvió más inmanente y menos trascendentalista. Se inició la batalla por el alma de la Iglesia. Los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI, ambos habiendo vivido bajo regímenes totalitarios, condenaron el comunismo y el socialismo por sus fundamentos ateos y colectivistas. Consideraban que estas religiones políticas eran incompatibles con las enseñanzas católicas sobre la dignidad humana, la libertad y la propiedad privada.

Basándose en críticas papales anteriores a los modelos materialistas, también expresaron su preocupación por el consumismo excesivo y el secularismo. Juan Pablo II y Benedicto XVI neutralizaron las interpretaciones radicales del Concilio Vaticano II. La llegada de Jorge Mario Bergoglio al Vaticano cambió eso. El antiguo arzobispo de Buenos Aires lanzó una guerra para revertir el rumbo de sus predecesores.

El Papa Francisco no solo representó emblemáticamente el trasfondo modernista de la conferencia del CELAM de Medellín en 1968. El primer papa latinoamericano cruzó el umbral de la modernidad hacia la posmodernidad. El apoyo abierto y la amistad que Francisco le ofreció al castrocomunismo fueron coherentes con su alineamiento moral e ideológico con el marxismo. Bergoglio, en su emotivo y táctico vínculo con la base soviética y neocomunista más formidable de América Latina, dejó claro su ideología.

La defensa acérrima de planes globalistas, como los proyectos ecosocialistas y el alarmismo climático, promovidos por potencias internacionalistas como la ONU y el FEM, se encontraban entre los proyectos favoritos de Francisco. Atacar la tradición católica e interrumpir las normas establecidas fueron las metodologías empleadas para alcanzar esos fines.

La muerte del Papa Francisco ha dejado a la Iglesia católica sumida en la confusión, con profundas divisiones entre las facciones liberales y conservadoras. Las reformas izquierdistas del difunto papa, entre las que se incluyen la apertura a la bendición de las parejas del mismo sexo, establecer una equivalencia falsa con el islam y el énfasis en las interpretaciones marxistas culturales de la justicia social, han alejado a un gran porcentaje de los fieles. Es en continentes como África y Asia, donde predominan las interpretaciones conservadoras de la teología de la Iglesia, donde el catolicismo ha experimentado el mayor aumento de conversiones y prácticas devocionales.

Por el contrario, las iglesias europeas, atendidas por un clero más liberal, están a veces vacías. La estrategia posterior de implementación del Concilio Vaticano II parece haber reducido el rebaño católico, al contrario de lo que sus defensores decían que ocurriría.

El estilo de liderazgo centralizado de Francisco, que adopta rasgos peronistas, reformas poco ortodoxas y nombramientos controvertidos como los de Gustavo Zanchetta y Tucho Fernández, dos figuras problemáticas con una aptitud moral cuestionable, ha fracturado el gobierno de la Iglesia.

Existe preocupación por que la sinodalidad de Francisco pueda socavar la autoridad jerárquica. La Iglesia post-Francisco debe establecer un equilibrio entre el papel de los laicos y la preservación de la autoridad del Magisterio, garantizando la ortodoxia en los nombramientos de los líderes y evitando que los sínodos regionales fomenten la ambivalencia teológica.

La claridad doctrinal debe reafirmarse con la ascensión del próximo papa. La Iglesia urge de una reafirmación de las enseñanzas católicas inequívocas, en particular sobre la sexualidad, la familia y la teología moral, contrarrestando las ambigüedades de los documentos de Francisco, como Amoris Laetitia.

Muchos de los críticos de Francisco han argumentado que el catolicismo exige la adhesión a las Escrituras, la tradición y la doctrina, y no la obediencia ciega al papa. El enfoque del difunto papa hacia nociones como la «hermandad» con los musulmanes, el acuerdo del Vaticano con China sobre el nombramiento de obispos o su relación amorosa con regímenes comunistas fue inaceptable. El intento de Francisco de institucionalizar el giro de la Iglesia hacia la secularización y las enseñanzas relajadas tras el Concilio Vaticano II son cuestiones de lapsos doctrinales que deben abordarse.

La oposición militante al creciente movimiento tradicionalista en la Iglesia dirigida por el papado de Francisco, que en ocasiones emula las tácticas de un Estado policial, no tiene cabida en el catolicismo. Las restricciones a la misa tradicional en latín, incluidas en su carta apostólica de 2021 Traditionis Custodes, son heréticas, ya que contradicen una práctica que se remonta al siglo II.

Otra cuestión importante que ha puesto en tela de juicio el mandato de Francisco es su atención a cuestiones seculares como la migración y el medioambiente, ambos temas ortodoxos de la izquierda globalista atea. Dar prioridad a los asuntos terrenales y encasillarlos como amenazas existenciales lleva a muchos a ver el paganismo en lugar de una religión trascendental.

Dios juzgará al Papa Francisco. El Señor siempre tiene razón y se hará Su voluntad. Para el próximo papa, hay una serie de cuestiones que requieren atención urgente. Es imprescindible abordar el secularismo mediante una sólida labor de evangelización basada en la proclamación sin complejos del Evangelio y el compromiso cultural. Debe recuperarse la reverencia y la belleza de las celebraciones litúrgicas.

La afirmación de la doctrina católica requiere el rechazo absoluto del comunismo y el socialismo en cualquiera de sus formas. Especialmente sus descendientes posmodernos, como la ideología de género, la teoría crítica queer y otras doctrinas transhumanistas. Occidente debe volver a enorgullecerse de defender su excepcionalidad. La Iglesia está centrada en Dios. El secularismo radical, el comunismo y el materialismo son desviaciones que alejan al alma de la salvación.