Un día, un taxista usa el canal exclusivo para buses en una avenida de la ciudad, impidiendo la circulación fluida de estos últimos. Lo hace a lo largo de una cuadra, y luego otra. Nada pasa. Los días transcurren y la falta de penalidades ante este tipo de abusos aumenta la frecuencia de la falta, a la par de la indignación de los choferes de buses. Nada pasa. Hasta que un día un chofer de bus increpa a uno de los infractores, y recurren a la violencia física. Golpes, empujones, e insultos van y vienen mientras los testigos graban o se apartan. La escena es aborrecida; pero nada pasa.
No es cotidianidad, aun, pero lo anteriormente descrito es historia vívida, reciente, en la ciudad de Panamá, la ciudad donde he residido por los últimos diez años.
Yo vengo de Venezuela, un país hermoso que se ha hundido en la anarquía. Un país que hoy por hoy sufre la falta de los estándares más elementales de justicia y seguridad. Un país rico en recursos pero donde lo que abunda son las carencias. Mas esa situación que hoy vive mi país no se formó de la noche a la mañana. La realidad que hoy vive mi país, aunque acelerada en su deterioro en los últimos años, ha venido cociéndose paulatinamente por al menos tres décadas.
En retrospectiva, pensando en aquella época hoy añorada de los años 90 en Venezuela, veo como una película transcurre ante mí. Entre muchas otras cosas que no vienen al caso, se desarrollaba desde aquel tiempo una latente complicidad, tácita, en la destrucción de nuestra propia nación, que comenzaba a engullirnos. “La viveza criolla” como valor, “la coima” a los policías, a los agentes de tránsito y hasta a los profesores universitarios, la señal de televisión por cable robada, las películas y CDs piratas, el pago bajo cuerda por el certificado médico para conducir, la comisión para obtener un contrato, y un indeterminado etcétera de faltas erosionaba como incesante gota de agua las bases de nuestra sociedad. Y nada pasaba. Algunas voces indignadas señalaban las culpas de otros sin hacer un mínimo esfuerzo por eliminar las propias. Y nada pasaba. Todo se volvía cada vez más “normal”. Y entonces, la simbiosis de viveza e impunidad hundió el suelo bajo nuestros pies.
Hoy, en Panamá, me quedo en un tenso silencio al ver con más frecuencia vehículos estacionados en las aceras, peatones cruzando el Corredor Sur, buses haciendo regata, camiones transitando de noche sin luces, vehículos parqueados justo frente a la señal de “No pare”, circulación en contravía, conductores pegados al carro de adelante para no pagar el peaje, y carros particulares circulando por el paño reservado para el transporte público. Escenas que se repiten a diario, y que me resultan preocupantemente familiares en su esencia.
Puede parecer intrascendente, y no faltará quien lo llame trivial, pero siempre he pensado que el tráfico vehicular y peatonal en las calles es un claro indicador de la noción de ley que hay en una sociedad. Difícilmente una sociedad que no combate las faltas que se cometen a la vista de todos, en la vía pública, podrá enfrentar flagelos sociales mayores, como la corrupción en la administración pública, que por su naturaleza se cometen siempre clandestinamente.
El comportamiento cívico y el respeto recíproco entre autoridad y ciudadanos son fundamentales para la armonía. La base de ese comportamiento debe venir dictaminada por la autoridad en el hacer cumplir la ley de manera consistente. De lo contrario, con la impunidad, selectiva o general, nace la progresiva degradación del sentimiento de justicia, y de ahí a la anarquía solo hace falta un poco de tiempo.