Cuando el Chapecoense, equipo de fútbol brasileño, venció en la semifinal de la Copa Sudamericana al San Lorenzo de Argentina, su entrenador Caio Júnior dijo en la rueda de prensa posterior al encuentro, “Si muriera hoy, moriría feliz”. El modesto equipo brasileño avanzaba a la final del prestigioso torneo.
La alegría era grande, hasta increíble, por la suerte del Chapecoense, uno de los equipos más humildes de Brasil. La noche del lunes 28 de noviembre se acabó la celebración y se acercó la tragedia. El avión que trasladaba al equipo desde Bolivia a Colombia para jugar la final ante el Atlético Nacional, cayó en suelo cafetero acabando con la vida de 74 personas, entre jugadores, cuerpo técnico y periodistas. El mundo deportivo se enlutó.
Explotaron las redes sociales y el mundo entero quiso saber más sobre la oncena amazónica, hasta ese día desconocida para muchos. No era un equipo de historia, no era un grande, no era el Santos, por ejemplo. Algunos de los titulares, incluso, hablaban de que Messi, un astro conocido mundialmente había estado montado días antes en esa aeronave y que La Vinotinto la había usado para sus traslados.
Gestos de grandeza
La Confederación Sudamericana de Fútbol (Conmebol) levantó la voz y suspendió todas las actividades relacionadas con la institución, incluyendo la final de la copa. Buen primer gesto, sin titubear y apenas horas después del accidente.
De inmediato, los jugadores del Atlético Nacional, entre ellos el venezolano Alejandro “Lobito” Guerra y el panameño Roderick Miller, se manifestaron pidiendo que el título de la Copa Sudamericana le fuese otorgado al Chapecoense, esto con la idea de rendir tributo ante sus colegas, familiares y amigos.
Particularmente creo que el gesto de estos cuatro clubes, Palmeiras, Santos, Corinthians y Sao Paulo, de solicitar ante la Federación Brasileña de Fútbol medidas de “solidaridad” para el Chapecoense, entre ellas que el equipo no descienda a segunda división en los próximos tres años y préstamos gratuitos de jugadores para la próxima temporada, es uno de los más grandes que se haya visto en el deporte.
Cuando ocurren tragedias como esta, atrás quedan las rivalidades, las enemistades entre jugadores, y entonces debe prevalecer el apoyo, la fe y fuerza en avanzar. No hay de otra. Llorar juntos, calmarse y seguir unidos es lo que toca. El deporte pierde valiosas piezas, pero gana en solidaridad y en unión.
Con el poco tiempo que tenía en la Primera División de Brasil, desde 2014, el Chapecoense había demostrado ser un club de garra, de entrega y así seguirá siendo. Es un golpe extremadamente duro, pero que irán superando.