Irene Escudero
En la selva del Darién los pasos y resoplidos de sofoco de los migrantes haitianos se mezclan con el «an alè» («vamos» en creole) de los «guías» que los llevan hasta la frontera con Panamá, algún llanto esporádico de un bebé y el estruendo del río que pasa incesante y amenazante a su lado.
Medio millar de personas, la mayoría haitianas, caminan en una hilera humana silenciosa por senderos embarrados, cruzando el río que cada pocos metros se interpone en el camino y les cala.
Parejas con bebés, mujeres embarazadas agotadas por el esfuerzo, niños que acaban de aprender a andar emprenden en el pueblo colombiano de Acandí su travesía por una de las selvas más peligrosas del mundo rumbo a Norteamérica.
El Darién es una barrera natural para la migración sin concertinas, una selva montañosa. Ni la carretera Panamericana consiguió atravesarlo, pero sí lo hacen los criminales en un territorio sin ley.
Este año han pasado más migrantes que nunca, más de 86.000, y las autoridades panameñas calculan que solo en agosto cruzaron 25.000. Quienes se quedan en ella es un misterio sin cifras.
UNA SEMANA EN LA SELVA
En la selva ninguna ruta es fácil, y casi todas demoran más de una semana.
Edmundo y Franklin, dos primos que vienen de Brasil, tienen todo preparado antes del amanecer, viajan ligeros, con un par de pantalones y tres camisetas.
Están inquietos: «He puesto todos mis ahorros económicos en esto. Si me echan, me quedo sin nada», comenta Franklin, refiriéndose a las deportaciones en EE.UU. Hace seis años que no viven en Haití, no tienen un hogar al que volver, solo desarraigo.
El primer cruce del río está a 100 metros del comienzo de la ruta y la primera loma, la más pequeña de tantas, a menos de un kilómetro.
Fue allá donde Jorge Luis y su padre, José Ramón, tuvieron que regresar. El padre, diabético y con falla renal, no podía dar dos pasos seguidos sin que un tremendo dolor le recorriera el cuerpo y los guías no podían esperarlo.
Ahora están varados en el campamento de «Las tecas», en la linde del Darién, después de haber hecho dos intentos y sin recursos para ir hacia delante ni hacia atrás. «La situación no es buena, me toca morirme aquí poco a poco», lamenta a Efe el mayor.
UN CONTROVERTIDO NEGOCIO
«Caballero, le llevo la mochila», le dice un joven a un padre que, desconfiado, pregunta cuánto cobra. La búsqueda de una vida mejor es cara.
Sin embargo, muchos jóvenes de estos pueblos del Chocó, olvidados por el Estado colombiano, han encontrado en la migración una salida. Hay muchos «ayudando» a los migrantes; ya sea cargando bultos o bebés por 30 dólares, guiándolos para pasar el río u ofreciendo seguridad.
Trabajar con migrantes es un negocio delicado, que linda con la ilegalidad y el consejo comunitario ha recibido muchas críticas (y alguna denuncia) por ello.
«¿Será posible que nosotros, como administradores de este territorio, no podamos llevar a estas personas a pasar sin que tengan dificultades?», se justifica Freddy Pestana, presidente del consejo comunitario de Acandí (Cocomanorte), que gestiona la ruta.
«Si a este territorio viene alguien, yo lo guío para que no pase penumbra en la montaña, ¿es eso un delito?», incide. Por eso, la treintena de «guías» que llevan a los migrantes se cuidan de no pasar la frontera con Panamá para no incurrir en tráfico de personas.
Hasta allí, aseguran que el camino es seguro, «una ruta humanitaria de comunidad».
MUERTOS Y VIOLACIONES
A la frontera hay uno o dos días, dependiendo del paso, y de ahí les quedan dos de los puntos más peligrosos: la «loma de la muerte» y el «río Turquesa», que se ha llevado a demasiadas personas. Esta semana aparecieron tres cadáveres flotando y la anterior, nueve.
«En Panamá dicen que hay gente que son vivos y peligrosos», relata a Efe Sonthonax, un joven haitiano.
Le contaron «que a veces te quitan lo que llevas», pero eso no es un problema mientras no lo maltraten. Lo malo es cuando «violan a las mujeres».
Todos han escuchado lo que ocurre en el Darién. Saben que tendrán que pagar a grupos armados, que deben llevar algo de dinero para que quienes les atraquen no se enfaden si no tienen nada. A las mujeres les toca lo peor.
Quienes salen de la selva reportan violaciones, menores que son abusadas por ocho hombres a la vez, grupos a los que paran y escogen «a las más bonitas».
Médicos Sin Fronteras (MSF), que recibe a los migrantes al otro lado de la frontera, ha llegado a atender en septiembre ocho mujeres violadas al día.
Muchas son asaltadas para buscar que en sus partes íntimas no escondan los ahorros; pocas en los grupos se salvan de abusos mayores. «Tenía la menstruación y me dejaron en paz», dice Nadine, una joven que fue atendida por MSF en Bajo Chiquito (Panamá).
Son «cifras alucinantes», asegura Owen Breuil, portavoz de la organización humanitaria. «En MSF conocemos contextos complicados, pero nunca habíamos visto cifras así», apunta.
«La selva te envuelve y no te suelta», denunciaba un migrante venezolano; el Darién se niega a dejar ir a quienes solo buscan algo mejor.