Uno de los mitos más comunes en torno a la meditación es que se trata de “poner la mente en blanco”. Esto, por supuesto, se convierte en una barrera para mucha gente, porque supone que uno se sienta a respirar y a controlar la mente hasta lograr que esté completamente tranquila y vacía.

Pero la verdad es distinta porque no se trata de controlarla ni de ponerla en blanco. En realidad, es algo mucho más sencillo: se trata de prestarle atención para conocerla mejor y, entre otras cosas, comprobar que siempre hay algo cruzando nuestra mente.

Cuando nos sentamos a meditar, cerramos los ojos y prestamos atención a nuestra respiración, lo más común es que a los pocos segundos nos distraiga un pensamiento. No tiene que ser un pensamiento sublime. Por lo general, es algo mucho más mundano como “al terminar tengo que hacer una llamada”; “debí haberme puesto otros pantalones porque estos me aprietan”; “se me olvidó responder un email” o “¿qué iremos a comer esta noche?”. Nada de filosofía
elevada, si acaso, un resumen de los dramas cotidianos, como repasar una conversación que nos molestó o ensayar lo que le diremos a nuestra pareja cuando regrese. Y entonces, los que se suponía que eran unos minutos para “aquietar la mente”, se transforman en una danza de pensamientos encadenados, o también, completamente inconexos. ¿Qué está pasando allí?, ¿por qué no podemos controlar los pensamientos y concentrarnos en algo tan sencillo como sentarse y respirar?

La razón exacta no la conocemos. Si bien la ciencia ha podido descifrar con mayor exactitud el funcionamiento de la mente, todavía no está muy claro el proceso de producción del pensamiento. Lo que sí sabemos es que nuestro yo consciente no está 100 % a cargo de ese proceso. En otras palabras, no generamos conscientemente todos los pensamientos que cruzan nuestra mente. Por supuesto que podemos sentarnos a reflexionar sobre un asunto para lograr un mayor entendimiento o solucionarlo, pero en la mayoría de los casos, cuando no estamos
enfocados en una tarea específica, la mente sigue produciendo pensamientos más allá de nuestra voluntad.

“Los pensamientos se piensan a sí mismos” es una frase que usan muchos maestros de meditación. Con ello buscan mostrar el proceso natural de generación de pensamientos y la manera como se retroalimenta. Ellos surgen de nuestra mente y entran en el campo de la consciencia, donde nos damos cuenta de su existencia, para luego cambiar o desaparecer. En ese proceso suelen encadenarse con otros pensamientos, y si alguna vez has estado dándole vueltas y vueltas a algo en tu cabeza, sabrás que pueden convertirse en bolas de nieve, van creciendo en tamaño e intensidad.

¿Y qué tiene que ver la meditación con todo esto? Que nos permite ver el proceso a medida que ocurre y reconocer los pensamientos como lo que son: un producto de la mente al cual no tenemos que engancharnos o que debemos alimentar hasta las últimas consecuencias. Dicho de otro modo, meditar ayuda a reconocer y bajarnos del tren de los pensamientos, y mejor aún, nos entrena para elegir aquellos que contribuyen a nuestro bienestar.

Joseph Goldstein, uno de los pioneros del mindfulness, lo explica así: “Cuando tenemos la sabiduría básica sobre la naturaleza del pensamiento, entonces tenemos mayor poder para elegir cuáles pensamientos son saludables y cuáles no son tan saludables, y esos son lo que podemos soltar”.

Así que la próxima vez que te sientes a meditar, olvídate de la mente en blanco y más bien reconoce ese río de pensamientos. A medida que lo puedas ver con mayor claridad, y entrenes tu mente para darte cuenta de cómo suele llevarte en su corriente, a la vez que mueves tu atención de vuelta a la práctica meditativa, estarás cultivando esa sabiduría básica sobre la mente humana. Esa que tenemos tú, yo y el vecino. Esa mente que es parte de nosotros, pero no es lo único que somos.