Les quiero contar la historia de mi amigo, porque él no se atreve. Está petrificado de miedo.

Mi amigo era una persona como cualquier otra. Un trabajo estable, una vida modesta, un carro, una familia de cuatro, en un cómodo apartamento de mediano tamaño. Sin embargo, empezó a sentir poco a poco el peso de la edad, la rutina, y las deudas que parecían no extinguirse. Los niños crecían, las universidades serían caras, los precios iban más rápido que los aumentos de sueldo, la esposa ponía malas caras, el jefe lo estresaba.

Un buen (mal) día, en un ataque de hastío y sentimiento de venganza contra su propia suerte, decide delegar la administración de su patrimonio, en su totalidad, a una persona de confianza. Una que le prometía manejar todo a cabalidad y sacarlo de ese hueco económico-emocional-profesional-existencial-familiar en que creía encontrarse. Uno que tenía siempre sagazmente una respuesta-solución para cada problema. Un taxista. Un taxista que con frecuencia lo llevaba al trabajo en días de lluvia y cuya conversación era siempre amena e interesante.

Le da entonces al taxista la clave de su tarjeta de débito, la chequera y la contraseña del banco para que maneje su plata, toda su plata, la que tiene en el banco más las quincenas que vendrán. Y, como iba a manejar su dinero, decide que lo mejor es que viva en su casa, en su apartamento con su familia, para que se asegure de pagar la luz, el agua, el cable, el condominio, hacer el mercado y cuidar de que no haya grietas en las paredes ni goteras en los grifos. En fin, le da todo el poder para que maneje todo lo suyo y se encargue de sus problemas cotidianos.

Pasan los días y comienza a ver, entre mejoras de pintura y alfombras de plástico nuevas, que la plata se va a cosas distintas a las que debían. Se atrasa la cuota del liceo de los hijos, el condominio no se paga desde hace un par de meses, y en dos de los tres baños los bombillos se quemaron y no los han cambiado. Le hace saber al taxista-inquilino-administrador que eso no debe ser así. Excusas más, excusas menos, el individuo en cuestión le dice que eso va a cambiar. Que hubo un par de contratiempos, pero que le dé un voto de confianza. Que se fije lo bellas que se ven las alfombras de baño plásticas que puso en la cocina para que su esposa no se resbale cocinando.

Algunos meses después comienzan los rumores. Le llegan fotos del individuo con amigos en restaurantes de lujo. El inquilino, que antes de manejar su dinero lo que hacía era manejar un taxi, ahora viste bien, viaja y usa joyas. Le dicen a mi amigo que tenga cuidado, que ese tipo es ladrón, que anda en cosas raras. Mi amigo decide interpelar al acusado acerca de los hechos y los rumores, con el estado de cuenta en la mano donde evidencia que los ahorros van por la mitad, y encima ahora con deudas de cinco meses en el condominio y amenazas de corte de luz. El inquilino se molesta. Dice que los vecinos andan enviando información falsa a y desde la compañía de luz eléctrica. Que envidian no poder contar con alguien como él. Que otros administradores (que se creen mejor preparados solo por tener un título universitario) quieren quitarle su trabajo para venir a robarle la otra mitad de los ahorros que quedan. Que son chismes, saboteo, mentiras. Que no se deje engañar. Que le dé tiempo, que él pondrá todo en orden.

Mi amigo aguanta; pero algo no cuadra. Pasa el tiempo, y los hermanos, los hijos, los primos y los sobrinos del inquilino vienen viviendo una vida de jeques mientras el único que trabaja es mi amigo. La plata no alcanza. El tipejo ha empezado a racionarles la comida a mi amigo y su familia, que, está de más decir, compra con su propia quincena. El agua la cortan cada quince días, los hijos de mi amigo adelgazan, la casa se llena por ratos de extraños invitados en extrañas fiestas. Y ahora el inquilino le sale con que hay que pedirle plata prestada a los chinos del piso de arriba, y que a cambio del préstamo los deben dejar usar su WiFi y sacar una tubería de gas de su cocina a la de ellos.

La situación se sale de control. Mi amigo ve que gente entra y sale de su casa, las cosas se empiezan a perder, el hijo mayor de mi amigo decide irse. Mi amigo se molesta. Ese no era ni cerca el plan que tenía, y la verdad es que antes de toda esta locura estaba mejor. Protesta enérgicamente y le dice al inquilino que debe haber cambios inmediatamente, a lo que el inquilino responde, junto a sus amigos, dándole a mi amigo una gran paliza, donde le quitan de un golpe un diente y la disposición para seguir reclamando. Lo encierran en su baño, mientras los amigos salvajes del inquilino usan su casa a placer. Su esposa le reclama, otro de sus hijos piensa también en irse. El inquilino pide diálogo mientras mi amigo se entera que los sobrinos del mismo están ahora presos por narcotraficantes. Esos mismos sobrinos que hace tiempo duermen en su casa y usan su carro. Le permiten salir del baño pero mi amigo lo hace con miedo. Su esposa se desespera. El inquilino le tapa la ventana del baño, pinta su casa de rojo, pone música a todo volumen, vende los electrodomésticos y echa tiros al aire a medianoche.

Los vecinos se quejan, llaman a la policía y a la prensa. El inquilino sale a su encuentro. Les dice que no los puede dejar pasar al apartamento porque sería una violación de la propiedad privada, pero que jura públicamente que mi amigo y su familia deliran de felicidad. Mi amigo lo escucha, indignado, mientras le dejan un plato de caraotas frías en el piso del baño para que coman él, su segundo hijo y su esposa. Ahora se han empezado a enfermar, y no tienen forma de buscar los medicamentos. Escucha los gritos de su hijo mayor desde la calle, está tratando de decirle algo pero no logra distinguir qué.

El inquilino habla con mi amigo. Su voz es calma pero su mirada es desesperada. Dice que los vecinos le han hecho la vida imposible. Que él tratará de conseguir comida, pero que le es imposible comprarles medicinas. Que no sabe cómo pero que la plata se ha perdido. En cualquier caso, dice que mi amigo tendrá un plato de caraotas cada dos días para él y su esposa, y medio pan duro para su hijo, nada más le pide que bese su mano cada vez que le dé el plato. Que es lo mínimo que espera en reciprocidad por la comida que le da.

Su segundo hijo se fue, ahora los dos están fuera. Mi amigo sabe de ellos cuando el inquilino le permite usar su teléfono. Cada vez que sale del baño le dan ganas de llorar al ver el estado de su casa. Su salud se deteriora.

“Quisiera traerte medicinas. Lo juro.” dice el inquilino a mi amigo “pero estos vecinos ricos tuyos no me dejan ahora usar el ascensor con la excusa de que hace un año no pagamos el condominio. Y dicen que más y más me van a sancionar. Sin el ascensor no puedo subirte comida ni medicinas. Estás jodido. Yo quisiera ayudarte, pero me sabotean. Y encima ya casi no tienes plata y estás endeudado hasta el cuello con los chinos de arriba, los rusos del edificio de enfrente y, sin querer decirlo muy alto, hasta con los gringos de la casa de allá de las lomas”.

Su casa ahora es un cubil de abiertos delincuentes. Narcotraficantes, ladrones y asesinos usan su casa como guarida. Mi amigo vive encerrado en su baño con un plato de caraotas cada dos días y tomando agua de la poceta.

El hijo mayor de mi amigo logra hacerle llegar un mensaje. Las fuerzas élite de la policía pueden venir a casa, tomar a los delincuentes, llevárselos, y devolverle las llaves y la libertad. El carro y la plata se perdieron, pero quedan algunos muebles, y, otra vez, la libertad. Una aclaratoria: una vez retirados los delincuentes que metió en el apartamento, y en el edificio donde vivían muchos, tendrá que pagar la cuenta de muchos destrozos. Los de antes, más lo que cause el rescate. Las fuerzas élite tendrán que romper ventanas y quedarán huecos en las paredes. Pero bueno, carajo, otra vez, la libertad.

Mi amigo, como les dije, está petrificado de miedo. Los policías élite esos son capaces de llevarse algunas de las sillas que quedan. No les tiene mucha confianza. Quizás lo mejor es esperar… algo, no sé, algo debe pasar, eso no podría durar para siempre ¿no? Lo discute con su esposa. ¿Vale la pena? Nuestro apartamento, lleno de policías, las ventanas rotas, tendríamos que conseguir zapatos para caminar sobre los vidrios, no sé. Su esposa hace una pausa… lo piensa un rato. Unas horas. Mañana.

Ya es mañana. ¿Y si hablamos con ellos? No hablemos muy duro. Los niños ya están bien allá afuera. Aquí ya nosotros podemos resolver. Pero coño, cuánto podemos durar en esto. Malditos infelices. Yo salgo ya y los caigo a coñazos. Que me maten, mierda, que me maten. Hijos de perra desgraciados, no tienen perdón de Dios. Llegó el fin. Mañana es el fin.

Ya es mañana. Mi amigo se pone de pie. La esposa lo toma de la mano. «Espera», le dice. «¿Y si nos quitan las caraotas?».