“Pero ustedes también exageran”. Estas palabras de mi hija Andrea fueron un claro recordatorio de que los padres no educamos con palabras sino con nuestro ejemplo. Ella se refería a un comentario que yo había hecho segundos antes, cuando atrapados en el tráfico vespertino de Miami, viajábamos con retraso a un evento. Andrea recién había dicho que ese viaje era un sinsentido, puesto que nos tomaría una hora llegar a una actividad a la que le restaban a lo sumo hora y media. En su matemática mental era absurdo invertir un par de horas en ir y venir. Además, ella aún debía terminar sus tareas escolares para el día siguiente.

“Ya estamos por llegar” dije con un optimismo que no tenía. Según el GPS estábamos a 20 minutos del destino.

“Tenemos años en este auto” comentó ella. “Vamos a regresar a casa a la media noche”.

“No seas tan exagerada, recuerda que si dices algo así, terminas por creerlo”, fue mi sabio comentario.

“Pero ustedes también exageran”, sentenció.

Touché.

Quizás por la sangre hispana que corre en nuestras venas mi esposa y yo tenemos una tendencia natural a exagerar un poco. Bueno, en el caso de mi esposa Gabriela es algo más que un poco. Y no exagero. No es inusual que para referirse a una sala llena ella diga que asistieron “millones” de personas o cosas por el estilo. Es una característica de su fascinante personalidad y algo que todos quienes la conocemos sabemos apreciar, aplicando una fórmula de conversión. En mi caso hago un esfuerzo consciente por evitar esas expresiones. La razón es sencilla: sé muy bien que mi cerebro no entiende bien la diferencia entre una exageración y un dato concreto.

La neurolingüística ha comprobado que para efectos de la actividad cerebral es lo mismo un estímulo real o una imagen mental. Un ejercicio que lo comprueba es el del limón exprimido. Si imaginas que tienes un limón en tus manos y te concentras en sus características, visualizando paso a paso el acto de exprimirlo en tu boca, muy probablemente sentirás algo similar a que si realmente lo hicieras. O si deseas un ejemplo más sabroso, observa lo que sucede con las fantasías sexuales. Le dedicas unos minutos a esos pensamientos libidinosos y muy probablemente el cuerpo se excitará.

Lo mismo sucede con las palabras e historias que nos contamos a diario. Si somos capaces de ver las cosas tal y como son, sin exagerar o subestimar los hechos, nos relacionaremos con la realidad de una forma ecuánime y tendremos la posibilidad de responder de buena forma a lo que tenemos por delante. Pero si exageramos, y digamos que enfrentamos una situación potencial estresante, como el tráfico citadino, los niveles de tensión aumentarán y corremos el riesgo de entrar en una espiral angustiosa. “Este es el peor tráfico del mundo”, “Voy pasarme la vida en este auto” o “Aún faltan siglos para llegar (cuando quizás sean unos minutos)” son expresiones que solo aumentan la presión del momento.

Lo cual me trae de vuelta a mi maestra Andrea. Esperando a que cambiara el semáforo ella había expresado su frustración y yo había intentado calmarla (con una dosis de reflexión, que la verdad sea dicha, no era el mejor momento para compartirla). Lo relevante del asunto es que unas cuadras antes, inmóvil en el tráfico, yo había revisado el GPS y tras ver que faltaban 30 minutos había refunfuñado diciendo “nos falta una hora”.

Ustedes también exageran… tiene razón mi pequeña. Aunque no exagero cuando le digo a ella y a su hermana que las quiero desde mi corazón hasta la luna, ida y vuelta, un trillón de veces.