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No vaya el lector a pensar que vamos a hablar de algún “pran”, en cuyo caso sería, con seguridad, “el celebro”. No, reflexionemos un poco sobre el cerebro humano. Para comenzar, el cerebro es un nombre masculino, así que para hablar con la propiedad terminológica que estos tiempos de revolución gramatical exigen, deberíamos hablar del cerebro y la cerebra. Para que se entienda, el cerebro viene a ser la sala situacional del cuerpo humano. Allí se decide todo. Lo primero que hay que decir es que el cerebro o cerebra es uno de los órganos más feos con los que contamos los seres humanos o humanas: es como una masa gris —nunca tan bien dicho— de “tejido convoluto”. Aunque el término parece un insulto argentino, realmente lo que quiere decir es que es una masa enmarañada, enrolladísima, tal cual se siente la convoluta alma nacional en este tiempo (pertinente es añadir que la Real Academia no acepta el término, pero ya Rajoy pidió al TSJ de allá un recurso de interpretación). El cerebro sirve para pensar, con muchas más excepciones de las que a simple vista uno imagina y desea.

Pensar es tener representaciones en forma de ideas que se relacionan unas con otras. Por ejemplo, uno no necesita tener una piedra dentro de la cabeza para tener una idea de qué es una piedra; uno lo que tiene es una idea de la piedra, por más que haya ideas que parezcan más bien pedradas y pensadores que solo cuenten con piedras para tratar de meter sus ideas en la cabeza de uno. En definitiva, se piensa con el cerebro, por más que muchas veces uno tenga la sensación de pensar con otros órganos menos nobles.

Aunque pensar es propio de los humanos, no todos pensamos igual —no solo me refiero a que pensemos diferente, sino a que pensemos con la misma elevación y calidad—. El “estreñimiento teórico” existe: es la dificultad para pensar y entender. “En España —decía el poeta Antonio Machado— de cada diez cabezas nueve embisten y una piensa”. Recuerden con el cerebro —que también controla la memoria— que nosotros venimos de allá y sin dar muestra de mucha mejoría con el devenir de la historia. Es obvio que el cerebro de Einstein tenía algo que no tiene el nuestro; por algo el suyo lo tienen a buen resguardo en alcohol, no vaya a ser. Aunque el científico que lo estudió, rebanándolo en 240 finas láminas, llegó a la conclusión de que en el tamaño está la diferencia: el córtex prefrontal, que es el de la concentración, estaba inusualmente desarrollado en el físico y poseía una densidad neuronal fuera de lo común. Entonces, tampoco es que los demás seamos brutos, sino sencillamente que lo tenemos más chiquito.

El investigador Ranulfo Romo —mexicano, para mayor indignación de Trump— estudia cómo nos hacemos las representaciones del mundo. Cuando a uno le hablan, por poner un ejemplo de percepción, lo que oye es un ruido que el cerebro decodifica o no (nuestros hijos adolescentes dan cuenta con rigor científico de esta afirmación). Los distintos idiomas son distintos tipos de ruidos (de ahí que uno le diga a su hijo con frecuencia: “¿Es que acaso yo hablo chino?”). Según este neurocientífico, puede que eso que nosotros llamamos “toma de decisiones racionales” solo sea el producto de la acción de circuitos neuronales que, detrás de nuestro nivel de conciencia, realizan todas las operaciones. Esto ayuda mucho a entender el problema nacional: si todo el pensamiento y la toma de decisiones de nuestro cerebro se reduce al final a un problema de conexiones eléctricas, entonces podemos, ¡por fin!, entender el origen de este estreñimiento teórico que agobia a Venezuela: el verdadero problema es que aquí vivimos de apagón en apagón; nosotros lo que tenemos es el cerebro fundío.