Foto: Cortesía

Cuando el destino nos alcance (Soylent Green) es una película estadounidense de 1973 que narra la historia de un mundo sumergido en el caos, donde predominan la escasez de alimentos, la pobreza y el hampa desatada.

La sociedad que describe la obra se divide en una élite dominante que vive en casas de gran lujo y tiene acceso a alimentos de primera calidad, y una masa empobrecida que hace colas en las calles y espera el reparto –así como las bolsas de limosna del CLAP– de la comida que el régimen decide otorgarle.

Cuando el destino nos alcance presenta una realidad posible, pero que nadie hubiese podido imaginar unos pocos años antes. La película constituye un llamado a la reflexión para preservar el planeta antes de que sea demasiado tarde, y un recordatorio de que las cosas más aterradoras y tenebrosas simplemente pueden ocurrir si no hacemos lo que hay que hacer para impedirlas.

La película se desarrolla en un imaginario 2022. Para los venezolanos de 2017, las escenas más lacerantes del filme ya forman parte del paisaje cotidiano. Para nosotros no es ficción, sino una escandalosa y obscena realidad: inmensas colas de hermanos nuestros buscando los pocos alimentos que pueden adquirir, niños hurgando en la basura restos de comida para medianamente subsistir, madres llorando a sus hijos arrebatados tempranamente por el hampa o la represión, padres angustiados buscando desesperadamente cómo llevar algo que comer para sus familias, o ancianos y enfermos muriendo por falta de medicinas.

El drama no termina aquí. La verdadera tragedia es que los responsables de esta catástrofe social quieren convertirla en permanente e irreversible. En el colmo de sus apetitos de poder y riqueza, el grupito de privilegiados que hoy gobierna Venezuela ha inventado ahora un mecanismo perverso y corrupto para escapar de la soberanía popular y de la presión popular de indignación que hoy revienta las calles del país. El miedo al pueblo les ha llevado a tramar un disfraz fraudulento de una supuesta “constituyente”, con el cual pretenden cambiar la Constitución y la estructura de la República sin consultar previamente al pueblo si autoriza que eso se haga. Una “constituyente” para eternizar el drama social y de exclusión que hoy padecemos.

Lo cierto es que si la dictadura llega a concretar su propósito de consolidarse con este fraude, ello significaría sencillamente la disolución de Venezuela como república. Y esto no es ni exageración ni un recurso retórico alarmista. Pongamos solo siete ejemplos: de imponerse la supuesta “constituyente”, desaparece para siempre la figura del voto popular y universal, se elimina la Asamblea Nacional, al igual que otros poderes públicos incómodos como la Fiscalía General, la Fuerza Armada terminaría por transformarse, ya institucionalmente, en el brazo armado del PSUV, la soberanía ya no residiría en el pueblo sino en colectivos oficialistas, la estructura política del país pasaría de estados y municipios a comunas, y Maduro pudiera quedarse indefinidamente en el poder. En pocas palabras, como la decadente oligarquía roja no puede gobernar Venezuela ni tampoco puede con esta Constitución, necesita por la fuerza inventar otra carta magna y crear otro país donde sí puedan seguir gobernando.

Frente a esto, no queda otra opción que impedirlo. No podemos permitir que la destrucción de Venezuela se concrete. Para ello, hoy más que nunca hace falta perseverancia en la estrategia y unidad en la presión popular. La exigencia es que se consulte al pueblo y que sea el pueblo el que decida.

Hay gente que pregunta: ¿Y hasta cuándo es esta lucha? La respuesta es directa: Hasta triunfar. Pero hay una batalla crucial que arranca esta semana y se extenderá, según el CNE y si los dejamos, hasta finales de julio. Pues, tenemos desde ya y hasta esa fecha que prepararnos para impedir la disolución de la República. Que nuestros hijos y nietos no nos reclamen mañana que había un país maravilloso llamado Venezuela, y que desapareció en nuestras manos.

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El nuevo día puede ser hermoso